A finales de agosto de 2011, en el diario francés Le Monde se describía a Camila Vallejo como "la Che Guevara del siglo XXI". No se crea que con esta comparación la periodista Amélie Gautierquería decir algo negativo sobre "la estudiante que hace temblar al gobierno", sino todo lo contrario. En Europa parece que muchos aún no caen en la cuenta de que Che Guevara era no solo partidario de la ideología más sanguinaria del siglo pasado sino, como él mismo lo dijo, "una fría máquina de matar" al servicio de la revolución. O tal vez lo saben pero eso es lo que se esperan del tercer mundo, algo exóticamente distinto, inocentemente brutal, apasionadamente excitante; pero bien lejos de casa, por supuesto.
Hace siglos eran los buenos salvajes americanos que se inventaron los europeos –de Colón a Rousseau pasando por los seductores caníbales de Montaigne– los que hacían furor en las tertulias. Allí estaba el hombre nuevo, una humanidad pura, para rescatarnos de la decadencia, la corrupción, la riqueza y la sofisticación del Viejo Mundo. Luego vinieron los revolucionarios, barbudos corajudos o encapuchados mediáticos alegremente dispuestos a crear "tres, cuatro, muchos Vietnam". ¡Bravo!, exclamaban en París o en Berlín; siempre que sea bien lejos de casa, claro está. Era el buen salvaje que volvía, con tableteo de ametralladora y presto a arrasarlo todo para que renaciese la humanidad. Fue un éxito completo entre "aquellos escritores, pensadores o políticos occidentales que, hastiados o decepcionados de su propia cultura", salían en busca de otras que, creían o se empeñaban en creer, podían satisfacer mejor "sus apetitos de exotismo, primitivismo, magia, irracionalidad y de la inocencia del buen salvaje rousseauniano", y que habían hecho de América Latina "la meta de sus utopías", para decirlo con las acertadas palabras de Mario Vargas Llosa.
Con el tiempo la magia del buen salvaje guerrillero se fue desvaneciendo y la conversación de los cafés parisinos, madrileños o neoyorquinos se fue haciendo insoportablemente aburrida. Pero justo entonces llegó algo incomparablemente mejor. Llegó ella, Camila. Y el mundo se rindió ante esa "joven comunista" de "ojos verde azules" que no llevaba "boina como el revolucionario de origen argentino sino un piercing en la nariz y una mirada penetrante", tal como decía Gautier en el referido artículo. Fue elevada al estrellato por moros y cristianos. ¡Qué alegría! Joven, hermosa, comunista, con piercing, corajuda, y haciendo temblar al gobierno retrógrado de un multimillonario neoliberal. Eureka!, exclamaron en París. Eureka!, hicieron eco desde Londres. Y no se crea que eso del comunismo, o la violencia que se registraba en las calles de Chile, los incomodó. Todo lo contrario. Eso es lo que se espera del buen salvaje. Claro, lejos de casa, eso sí.
Hoy el entusiasmo por Camila se ha trocado en decepción. Eso de encontrarse con el viejo carcamal de la revolución y proclamarlo como un ejemplo para el mundo no sentó bien. Fidel Castro está ya pasado de moda y solo le queda el título del dictador más longevo. Y lo de ser candidata a diputada, ¡ay, qué decepción! El buen salvaje debe estar en la guerrilla o en alguna barricada de la insurgencia urbana, no en los salones de la vieja política parlamentaria... ¡Ya sólo faltaría que se pusiese gorda, se sacase el piercing y se le oscurecieran los ojos!
Mónica Mullor - Camila y el buen salvaje - Libertad Digital
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