Por:
Xavier Reyes Matheus, secretario general de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.
El 11 de abril de 2002, el gobierno de Hugo Chávez fue depuesto por el alto mando militar de Venezuela, tras una inmensa manifestación en la que habían participado todas las fuerzas vivas del país: sindicatos y patronal, partidos y sociedad civil. Chávez, que se había aprovechado de su victoria en las urnas para demoler desde dentro el sistema democrático (con el conocido instrumento hitleriano del que ahora vuelve a disponer Nicolás Maduro: la Ley Habilitante), reaccionó a la protesta como el tirano que era: censurando las transmisiones radiotelevisivas y sacando a la calle a sus pistoleros, que hicieron un buen número de víctimas. Bajo estas circunstancias, la rebelión militar no necesitaba más justificación: el régimen había perdido cualquier legitimidad, había hollado los principios democráticos y había atentado contra los derechos humanos. Se daban así todos los supuestos para ejercer el derecho de resistencia a la opresión que ya recogían los escolásticos medievales, y que la propia Constitución venezolana convierte en un deber, según la redacción de su artículo 350.
Como se sabe, al fin resultó que, en vez de haber sido juzgado por semejantes crímenes, Chávez volvió a la presidencia dos días más tarde, como si nada hubiese pasado. La explicación más inmediata de esta carambola se encuentra en la traición de ciertos militares que no estaban sino guardándole la silla; pero hay que reconocer que el cauce político que se dio a aquellos sucesos fue ciertamente desafortunado. Se perdió de vista que el chavismo recogía las aspiraciones de un vasto sector de la población, que pareció de pronto quedar excluido del cenáculo que se improvisó para la reconstrucción del país. Por el contrario, una justa comprensión de Chávez como problema habría dado la clave del proyecto nacional que entonces habría tenido que acometerse sobre el obligado principio de una colaboración cívico-militar; pues, en tanto que reflejo de un drama social -la pobreza-, el chavismo debía encontrar una respuesta y una alternativa real en la acción política; y en tanto que azote antisocial, la repuesta debían darla los cuerpos encargados de garantizar la seguridad y el orden público.
Lo asombroso de aquellos sucesos de 2002 es que, aprovechando la torpeza de sus adversarios, el chavismo se las arregló para hacer triunfar ese dogma del fariseísmo socialista que tan buena fortuna hace en todo el mundo: el que consagra que poco importa ser asesino y ladrón siempre que se afecte tener sensibilidad social. Gracias a eso, bastaba que aquella junta de Gobierno hubiera estado presidida por el líder de la patronal para que quedara convertida en "fascista", mientras que en cambio los funcionarios chavistas que dispararon desde un puente contra los manifestantes indefensos eran "héroes de la Revolución". El mismo prodigio, como se ve, que ha convertido al Che Guevara en un santo laico por más víctimas que se haya cobrado. Pero lo cierto es que, desde entonces, los demócratas venezolanos han quedado enredados en el laberinto de su fascismo de cuna, y da igual que bajo el chavismo se hayan multiplicado la miseria y la desigualdad: siguen cargando con las sospechas de abogar por un modelo oligárquico, y no hay quien se las quite porque, sin acceso al poder, difícilmente podrían demostrar si son capaces o no de abordar las reformas que se necesitan para construir la ciudadanía.
Anteponiendo, entonces, la preocupación por ese aspecto, que consideran su pecado original, los opositores venezolanos han terminado haciéndole el juego al chavismo, de cuyos crímenes no creen poder librarse sin antes resolver ellos la asignatura pendiente de hacerse buenos samaritanos. Porque, a fin de cuentas, el modelo para esta conversión no es sino el propio Chávez, con su asistencialismo inconsistente, con su demagogia carismática y con su verborrea gritona y vacua. Y en eso, ¿quién lo podría superar?
Por supuesto (y más aún después de estos años de destrucción chavista), cualquier plan para volver a levantar a Venezuela tiene que abordar como premisa básica la cuestión de la pobreza, pues la paz social y el encarrilamiento del país serán imposibles si aquello no se trata con urgencia. Pero la libertad, el restablecimiento del Estado de Derecho, la recuperación de la soberanía secuestrada por la dictadura castrista y el control del delito son condiciones imprescindibles para emprender cualquier transformación. El terrorismo de Estado no puede dejarse subsistir mientras se encuentra un caudillo populista capaz de resultar creíble como adalid de una causa social que, en el caso chavista, más bien ha servido para diezmar y esclavizar a la sociedad.
El movimiento de 2002 en Venezuela no tuvo un líder que llamara a las cosas por su nombre. Al que se proclamó presidente durante la breve ausencia de Chávez lo llevaron a declarar ante la Asamblea, y a todo respondió con evasivas antes de exiliarse. Leopoldo López, en cambio, ha denunciado sin tapujos la naturaleza totalitaria del régimen, y ha asumido con extraordinaria valentía las consecuencias de sus acciones. Al revés de lo que sucedió hace doce años, ahora sólo falta una cosa: seguir con las protestas hasta hacer caer al régimen.
http://www.libertaddigital.com/opinion/xavier-reyes-matheus/venezuela-revision-del-11-de-abril-70775/
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"El único tirano que acepto en este mundo es mi propia voz interior." M.Gandhi