A José Rafael Herrera
En 2002 escribí Dictadura o democracia, Venezuela en la encrucijada. Tuve la soberbia presunción de que sería leído y tendría un mínimo efecto, por lo menos entre mis amigos políticos, con los cuales compartíamos preocupaciones en la Coordinadora Democrática.
Naturalmente me equivocaba: en Venezuela se lee, si es que se lee, pero no se reflexiona. El pensar no es uno de nuestros juegos preferidos. Uno de los ensayos que lo integraban se llamaba El espejo roto. Partía del supuesto que el golpe de Estado del 4 de febrero de 1992 había roto el espejo en que se veían los venezolanos. Y que, por efecto de las múltiples refracciones despedidas por los trozos esparcidos por los suelos, ya nada se vería como hasta entonces. Y lo que era infinitamente más grave: ya nada sería como antes. Pues creía, y lo sigo creyendo, que el espejo – una metáfora de la conciencia nacional – era parte de la esencia de la venezolanidad. Roto, rota la conciencia, roto el espejo del sustrato nacional, se harían visibles las costras de las viejas heridas y volverían a sangrar las viejas llagas aún no cicatrizadas.
Por esos mismos días reparé en los gravísimos efectos, si no el más grave de todos ellos ante una conciencia fracturada: la pulsión suicida, auto mutiladora a la que induce en los pueblos aventureros, irresponsables, tribales, impulsivos y carentes de esencia decantada, como el nuestro. Lo expresó en un breve e inolvidable ensayo Mario Briceño Iragorry, escrito y publicado en el umbral que, emergiendo de siglo y medio de dictaduras – corría el año de 1950 – anunciaba la alborada de la democracia : el nuestro era un pueblo sin conciencia histórica, la nuestra era muchísimo peor que una crisis de gobierno. La nuestra era – y sigue siendo – una crisis de pueblo.
Desde la publicación de ese primer libro dedicado a Venezuela me ha asombrado la casi absoluta ausencia de reflexión ontológica que aqueja a la práctica intelectual en Venezuela: la interrogante crucial sobre nuestro Ser. La fractura de la conciencia histórica prolifera en escritos de supervivencia. Libros de entrevistas a personajes de la farándula, recuentos históricos que rozan el anecdotario, literatura varia de entretenimiento anclada en alguno de los pedazos del espejo roto. Sin que, en general – y el casi y en general los enuncio en resguardo de errores involuntarios – nuestros académicos se pregunten en sus aulas, los filósofos en sus cátedras, los intelectuales en sus ocupaciones, los escritores en sus escritos: ¿qué es Venezuela? ¿Qué la diferencia de sus vecinos? ¿Cuál ha sido su aporte a la cultura universal? ¿En que específica región de las angustias existenciales de la humanidad se inserta?
Sería injusto desconocer el diagnóstico aportado por algunos de nuestros pensadores y el acento con que han denunciado nuestros males: el militarismo, el caudillismo, el estatismo, el clientelismo, el populismo, el rentismo y la escasa laboriosidad de sus gentes, entre otros. Como sería injusto desconocer el brutal rechazo con que los sectores dominantes en las distintas esferas de la opinión pública reaccionan ante las críticas y reiteran los errores en que vienen incurriendo desde que le abrieran los portones del Poder a la barbarie castrense, auspiciando salidas que no dan a ninguna parte. Una ludopatía electoralista y una disposición a la connivencia que antes que definir los males prefiere rechazar los remedios. Y convivir con la tragedia.
En un artículo reciente recordaba lo que bien podríamos denominar la crisis de la metafísica en Alemania: la dialéctica histórica entre autenticidad e inautenticidad como conflicto ontológico. Si entendemos por metafísica la máxima interrogante del pensar: ¿qué somos? Puesto en el tapete del cuestionamiento el rol jugado por Heidegger en la legitimación del Tercer Reich. Cuestionamiento que en el ámbito de la práctica social y del quehacer intelectual derivaba en la pregunta sobre la dificultad de decir NO. En esencia, sobre el sentido filosófico, profundamente humano y existencial de la protesta. Nada nuevo en la cultura de Occidente, pues se asienta en Parménides y sus dos vías del conocimiento: la que lleva a la verdad, al SER, a la autenticidad, y la que lleva a la no verdad, al NO SER, a la inautenticidad.
Navegamos a la deriva. En la liviana creencia de que el problema existencial que nos afecta se resuelve con el sencillo acto de depositar una papeleta de votación. Para elegir más de lo mismo. Propongo escarbar en esas honduras. Pues tras del espejo roto no encontraremos a Alicia en el país de las maravillas, sino el dantesco infierno de nuestras dictaduras.
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