El camino de servidumbre bolivariano
Por JUAN RAMÓN RALLO
“El Ejecutivo venezolano obliga a sus ciudadanos a aceptar un bolívar diluido”.
Tras toneladas de maquillaje estadístico, el paraíso socialista de Venezuela cerró 2013 con una inflación del 56,2 por ciento y una devaluación del bolívar superior al 30 por ciento. El robo inflacionario viene de lejos —desde 1999, la moneda acumula una inflación del 1.900 por ciento y una devaluación oficial de más del 90 por ciento— y no parece que Maduro tenga interés alguno en ponerle fin: a finales de enero, el IPC interanual seguía por encima del 56 por ciento y el Ejecutivo chavista estableció un tipo de cambio dual por el que el bolívar se devaluaba un 46 por ciento adicional para prácticamente todas las operaciones con el exterior (comercio electrónico, importación de bienes no calificados como de primera necesidad, pago con tarjeta, turismo, cobro de remesas, etc.).
Desde la época de Juan de Mariana sabemos que la inflación no es otra cosa que un robo perpetrado por el Estado sobre la población a través del envilecimiento de la moneda. El caso de Venezuela no es una excepción, sino más bien su deplorable confirmación más actual: el Gobierno venezolano no sólo se ha dedicado históricamente a asaltar las ingentes reservas de dólares que poseía el banco central gracias a la petrolera PDVSA, sino que, desde 2001, ha multiplicado por 38 la cantidad de monedas y billetes en circulación. Por tanto, sí: la inflación venezolana es un robo a mano armada consistente en diluir el valor de los bolívares que el Estado obliga a los ciudadanos a aceptar.
Claro que el objetivo de todo atracador profesional es que su víctima no sea consciente de la rapiña que está padeciendo. Por eso, desde hace más de una década el Ejecutivo venezolano viene aprobando controles de precios y controles de cambios con el propósito de enmascarar la inflación real que experimenta la población: ahora bien, prohibir normativamente el encarecimiento de las mercancías internas o de las divisas externas no hace que éstas se vuelvan más asequibles para la población, sino que, por el contrario, dejen de estar a la venta.
No en vano, todo control de precios supone la antesala del desabastecimiento en tanto en cuanto destruye la función coordinadora de los precios de mercado: por un lado, los oferentes se niegan a seguir produciendo para vender a unos precios que no cubren sus costes reales (también hipertrofiados por el robo inflacionista); por otro, los demandantes no constriñen sus pedidos toda vez que el Gobierno ralentiza la escalada de precios. ¿El resultado? Hundimiento de la oferta y crecimiento de la demanda, esto es, desabastecimiento en los mercados oficiales y surgimiento de mercados negros donde, escapando de la arbitraria normativa estatal, sí se pueden cerrar transacciones a precios de verdad.
Los venezolanos bien lo saben por dolorosa experiencia: el índice de escasez que elabora el propio Banco Central de Venezuela alcanzó en enero el 28 por ciento; es decir, el 28 por ciento de los productos que deseaban adquirir los venezolanos no se hallaban disponibles en las tiendas. Asimismo, aunque el tipo de cambio oficial se ubica en 11,7 bolívares por dólar (ó 6,3 para unas pocas transacciones), en el mercado negro —que es donde verdaderamente se pueden comprar los billetes estadounidenses— ya supera los 85 bolívares por dólar.
Con todo, lo más grave del desabastecimiento ocasionado por los controles estatales de precios no es el proceso de pauperización al que se somete a la población, sino el poder absoluto que otorgan al Gobierno para pastorear la vida de sus ciudadanos. Al cabo, todo desabastecimiento generalizado suele ir acompañado de un racionamiento estatal de la oferta de mercancías y de divisas: son los políticos y los burócratas quienes escogen quién puede comprar cuánto de cada cosa. En ocasiones, el dirigismo estatal es directo mediante la instauración de cartillas de racionamiento; en otras, algo más indirecto, esto es, distribuyendo arbitrariamente las divisas que se necesitan para importar mercancías del extranjero: por ejemplo, el Gobierno de Maduro ha denegado a diversos periódicos las divisas que requerían para importar papel y tinta, de modo que desde hace varios días estos rotativos no pueden editarse. Precisamente, en su célebre obra Camino de Servidumbre, Friedrich Hayek advirtió de los riesgos totalitarios de todo Estado excesivamente intervencionista. Venezuela está siguiendo paso a paso esa senda de sometimiento delineada por el Nobel austriaco. Lógico, pues, que una parte notable de sus ciudadanos se resista a ser conducida como ovejas al matadero y se rebele contra el régimen que les oprime; trágicamente lógico, asimismo, que el Gobierno venezolano reaccione recordándonos cuál es el fundamento último sobre el que descansa la autoridad política de todo Estado: La violencia sistemática. Por desgracia, el Socialismo en su versión más descarnada —la abierta explotación estatal de una parte de la sociedad por la otra parte— conduce inexorablemente al enfrentamiento social: Venezuela sólo está siendo su enésima víctima.
Mientras tanto, en casa, las oligarquías intelectuales y económicas españolas se dividen en dos grupos con respecto al drama venezolano: Por un lado, aquellas que forman partidos políticos, se visten de chándal y guardan silencio cómplice sobre los abusos del régimen bolivariano mientras defienden su implantación en nuestro país; por otro, aquellas que dirigen multinacionales, se visten de traje y guardan silencio cómplice sobre los abusos del régimen bolivariano mientras trapichean con su lucrativa petrolera PDVSA. Unos y otros —extrema izquierda política y rancia élite corporativista patria— forman parte, en el fondo, del mismo establishment liberticida que antepone sus dogmas de fe y sus intereses crematísticos a la libertad. En este caso, a la libertad de los venezolanos.
Cortesía de eleconomista.es.
Rallo es director del Instituto Juan de Mariana y profesor del centro de estudios OMMA.
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