Bases del Liberalismo Por Nelson Maica C.
El Heraldo, Tegucigalpa
La imposibilidad teórica del socialismo puso de manifiesto que el mercado y la libertad económica han de defenderse no solo por eficiencia, sino porque el capitalismo es ético
El ámbito de la ética ha sido, hasta ahora, tal vez, el gran olvidado en las estrategias de defensa e impulso del liberalismo en general y de la economía de mercado en particular.
La causa puede estar en el dominio que ha tenido en la ciencia económica la casi concepción “dentista” (esta concepción, denominada dentista de la economía, ha sido desarrollada por autores que, como Milton Friedman, Howard Saúl Becker o George Joseph Stigler, han surgido de la Escuela de Chicago y en el ámbito político mantienen un cierto posicionamiento liberal, pero “Sin embargo, la defensa del mercado que efectúan éstos y otros autores se basa exclusivamente en razones de estrecha eficiencia utilitarista, por lo que, quizá sin darse cuenta, siempre terminan por dar armas y argumentos teóricos a aquellos que, por oposición, propugnan la intervención estatal e incluso el socialismo”. “En efecto, si se presupone que la información está dada y que se puede actuar siguiendo tan sólo un estrecho criterio de maximización, es casi inevitable que termine dándose el pequeño paso teórico adicional consistente en suponer que tal información y criterio operativo pueden ser utilizados, incluso de forma más efectiva, por el propio gobierno u órgano estatal de planificación, para coordinar “adecuadamente” la sociedad en general o cualquiera de sus parcelas en particular, vía mandatos coactivos” (Teoría de la crisis y reforma de la Seguridad Social, libro Estudios de economía política, Unión Editorial, 1994, cap. XXII, pp. 250-284. Véase el análisis crítico al ideal consecuencialista que se encuentra detrás de la economía neoclásica en el “Estudio preliminar” al libro de Israel M. Kirzner Creatividad, capitalismo y justicia distributiva, Unión Editorial, Madrid 1995, pp. 17-41) que ha pretendido desarrollar la disciplina siguiendo la metodología y la forma de hacer ciencia que ha sido propia de la física y de otras ciencias naturales.
Así, los modelos neoclásicos hasta ahora dominantes se basan en un concepto reduccionista de la racionalidad humana, que presupone un entorno cerrado de fines y medios, es decir, de plena información (bien sea en términos ciertos o probabilísticos) y en que se supone que los seres humanos se limitan a tomar decisiones ad hoc en términos de maximización.
Según este enfoque, parece que no es preciso que los seres humanos adapten su comportamiento a ninguna regla pautada de tipo moral, pues la decisión más adecuada en cada caso vendrá dada por un mero criterio de optimización (que se presenta además con la aureola científica que hoy tiene el formalismo matemático) de los fines conocidos que se pretenden lograr con cargo a medios, que también se suponen conocidos y al alcance del decisor.
Los teóricos de la Escuela de Chicago son, por tanto, víctimas de la que podríamos decir “paradoja del ingeniero social liberal”; en efecto, comparten la arrogancia “dentista de los ingenieros sociales neoclásicos”, pretendiendo a su vez justificar, con tal perspectiva e instrumental analíticos, supuestas políticas “liberales”, que a menudo son contradictorias con los principios esenciales de la libertad, por lo que terminan a la larga alentando, sin darse cuenta, la coacción institucional (represión, terror y crimen) que es propia del intervencionismo, del totalitarismo, del comunismo.
Frente a esta concepción reduccionista de la economía, la Escuela Austríaca ha demostrado que es imposible que tanto el ser humano actor, como el científico o los miembros de cualquier gobierno u órgano de planificación puedan hacerse con la información que se presupone disponible en los modelos neoclásicos.
“La razón de esta imposibilidad radica en la capacidad creativa del ser humano y en su espíritu empresarial que constantemente está descubriendo nuevos fines, medios y oportunidades de ganancia”.
Por tanto, no puede aceptarse el concepto reduccionista y estático de “racionalidad” que manejan los neoclásicos y que elimina de raíz la capacidad creativa del ser humano”.
Además, la imposibilidad de que el criterio estrecho de maximización oriente con carácter exclusivo la acción humana, hace inevitable que esta se desarrolle dentro de un marco de comportamientos pautados de tipo jurídico y moral que surgen de forma evolutiva como realización de la naturaleza humana en los múltiples procesos de interacción social que se desarrollan a lo largo de la historia.
Estas instituciones de tipo moral y legal no pueden ser una creación deliberada de los seres humanos, pues incorporan un volumen de información tan elevado y variable que supera con mucho la capacidad de previsión, análisis y comprensión de la mente de cada individuo. Y sin embargo, estas instituciones jurídicas, morales, económicas y lingüísticas son precisamente las más trascendentales para el desarrollo de la vida en sociedad y, por tanto, de la civilización. (Estudio preliminar a la 5.” edición española de Ludwig von Mises, La acción humana: tratado de economía. Unión Editorial, Madrid 1995, pp. XXI-LXXI (6.a ed., 2001).
Debería abandonarse, por tanto, el aterrador concepto estático de eficiencia paretiana y sustituirse por otro dinámico basado en la capacidad creativa y en la función empresarial.
De acuerdo con el criterio dinámico, lo importante, en suma, más que evitar el despilfarro y situar el sistema en algún punto de la curva de posibilidades máximas de producción (criterio paretiano), es fomentar la creatividad empresarial y mover constantemente tal curva hacia la derecha (criterio alternativo de eficiencia dinámica).
Cuando se hace referencia a la curva de posibilidades máximas de producción, es sólo en sentido metafórico para, tal vez, hacernos entender, sobre todo, por los lectores de la tradición neoclásica, pero sin olvidar que tal curva no existe, pues sus puntos no están dados (varían constantemente) y jamás pueden llegar a conocerse.
Estos puntos de vista presuntamente depurados por los teóricos de la Escuela Austríaca, sobre todo a lo largo del debate que mantuvieron durante el siglo XX en torno a la imposibilidad teórica del socialismo, ponen de manifiesto que el mercado y la libertad económica han de defenderse, no sólo por estrictas razones de eficiencia dinámica (es decir, porque promueven una mayor creatividad y más efectiva coordinación entre los comportamientos humanos), sino además, y sobre todo, porque el sistema económico capitalista es socialmente el único ético y moral.
Si la ética entró en crisis en el siglo XX, ha sido como consecuencia del endiosamiento de la razón que es propio del cientificismo exagerado y según el cual se supone que cada ser humano puede y debe decidir ad hoc según sus impulsos subjetivos y en base a criterios de maximización, sin necesidad de someterse a comportamientos de tipo moral previamente pautados.
Esta errónea concepción dentista de la economía se ha convertido en uno de los fundamentos esenciales del socialismo, que de hecho puede definirse como “aquel sistema económico en el que se pretende que el gobierno coordine, vía mandatos coactivos (represión, terror y crimen) la sociedad civil al suponerse que dispone de la información necesaria para ello, y sin necesidad de someterse a principio dogmático alguno de tipo moral.
Por eso, la demostración teórica de que es imposible actuar de esta manera que debemos a Ludwig Heinrich Edler von Mises (alemán, 1881-1973, filosofo, escuela austriaca de la economía, liberal) y a Friedrich August von Hayek CH (alemán, 1899-1992, filosofo, economista, liberal) ha vuelto a dar el protagonismo, en la cooperación social, a los principios éticos de la moral tradicional en los que se basa la economía de mercado y que casi han sido relegados al olvido por los políticos, los científicos y gran parte de los ciudadanos, del pueblo.
Entre estos principios destacan:
a) el derecho a la propiedad y a la posesión pacíficamente adquirida sobre los resultados de la propia creatividad empresarial;
b) la responsabilidad individual, entendida como la asunción por parte de cada actor de los costes derivados de su acción;
c) la consideración de que la solidaridad forzada es inmoral, pues pierde el irrenunciable componente ético que siempre ha de tener y sólo lo da la libertad;
d) y, en suma, que la coacción estatal aplicada para lograr objetivos específicos en el ámbito social es inmoral por ir en contra de la naturaleza del ser humano y de los principios de respeto a la libertad de la acción humana individual y de igualdad ante la ley en que se basa un verdadero Estado de Derecho.
Recordemos la opinión de Juan Pablo II que, preguntándose si el capitalismo es la vía para el progreso económico y social, contestó lo siguiente: “Si por “capitalismo” se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, el mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta es ciertamente positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de “economía de empresa”, “economía de mercado”, o simplemente de “economía libre”. Véase Juan Pablo II, Centessimus annus, PPC, Madrid 1991, cap. IV, n.” 42, p. 8. Seguiremos.-
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